Noreña era un apellido de las
tierras, por donde una niña corría como muñeca de trapo, cual muñeca que aprendió a caminar en
semejante contorno urbano, corría por
las escaleras cuarteadas de cemento y cincel, hasta su primera década el Noreña
vivió para mutar en un perfume Rodríguez a base de orquídeas negras, maíz, y
patatas.
Una cabellera negra que se chocaba con los
ventarrones nauseabundos de los caños oscuros, sudores de la ciudad penetrados
en polvos coloridos mezclados en el aire de un Siloé nuevo, que con mucho
esfuerzo apenas abría los ojos a los despertares purpuras, que se evaporaban
con un cansancio azul de trabajo y faena, carroña y placeres, robos y fantasías,
cosidos por un “amarre de sueños”.
Con el traspasar de años,
raspados como el arco de un chelo, la mujer en cuestión, nacida de
expectativas, cual luthier fabricante, renacía como una María, hermosa llena de
vida, que atrapo millones de soles de arena, bañados en tormento de azufre, creyó
tener el cielo en la boca y olvido aterrizar los pies en el pavimento, estuvo a
punto de asfixiarse entre cortadas profundas de las paginas empañadas de letras
y sabiduría, dichas paginas congeladas
en el desvelo profundo de su amor a semblanza. ¿Cuánto tiempo a pasado desde
que la muñeca camino? ¿Desde que ella muto en perfume de hormonas? ¿Cuándo se convirtió
en neuronas andantes?... Ceneida, mi señora, entre los amoniacos oxidantes de
tu pelo, un asfalto líquido de cemento te rodea los recuerdos vagos de un
pasado, ese mismo que te rodeaba de soles lóbregos, visiones de plasma infraganti
entre monóxidos de autos atorados en pieles, una tosquedad airada de la vida, bitácoras
de un monte caleño, que perdura en unos recuerdos que no conoces. De Allí hasta acá, sangre de fuego y
viendo, palpitando a flor a pasiones Maria Ceneida Noreña Rodriguez.
Con el mayor aprecio Natalia Hoyos.
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